La cultura es lo que queda después de haber leído. Se puede ver, se puede escuchar, pero lo importante, lo que se queda en el sustrato de lo que sabemos es lo que se ha leído, lo que está en letra impresa, lo que se puede subrayar y reproducir por métodos antiguos y rudimentarios. Hasta que no sepamos vender la lectura, por usar el vocablo más temido, y más usado, en la industria cultural, no habremos resuelto el principal problema de la sociedad: vender cultura, asegurar la educación mediante el conocimiento de lo que hacen otros.
Porque lo primero que está en peligro es la lectura. Es decir, la cultura tal como la entendimos: el conjunto de conocimientos que nos ayudan a enfrentarnos a la nada, a la banalidad con la que nos amenaza la existencia y contra la que sólo valen la sabiduría y la paciencia. Por esa vía de la escasez de lectura es por donde se ha despeñado la ansiedad de saber: por la vía de que nada importa, hay que distraerse, la lectura exige un esfuerzo, hay otros elementos que la sustituyen, qué más da.
No nos hemos dado cuenta, pero esta es la verdad: la crisis de la humanidad proviene de la crisis de la cultura del libro. Es verdad que en este campo también existe el efecto mariposa: cuando alguien deja de leer en un lugar, muchos están dejando de leer en otro. Dicen los africanos que cuando se muere un viejo se incendia una biblioteca. Ahora las bibliotecas se incendian solas. Las queman la televisión banal, y, en general, la banalidad. La banalidad es el mal que cae sobre la cultura, y primero cae sobre la cultura del libro. La banalidad del mal.
Casi jugando, nos hemos ido cargando la cultura del libro creyendo, además, las estadísticas que dicen que se compran más libros. ¿Y qué libros se compran? Las estadísticas son como las guerras: dan cifras finales, no ofrecen nunca los gestos ni los sentimientos. ¿Qué se está leyendo, qué hemos estado leyendo? En las paradas de los metros y de los autobuses, en las playas y en el monte, en las mesas de noche se están reiterando como en un círculo concéntrico las mismas lecturas, como si la alimentación se estuviera haciendo en serie, en un único centro y para terminales únicas, concentradas. La alimentación en serie conduce a la gordura. Estamos engordando; no nos estamos alimentando.
Se considera el de la lectura un tiempo libre, un tiempo de ocio; así se nos ha vendido lo que se debe leer: lo que entretiene. Por esa vía se ha colado la televisión de la basura, y la gente se ha dicho: si leer es entretenerse, veamos la televisión, que es más entretenido. O leamos los libros que se hacen desde la televisión: deben ser más entretenidos. Eso se dice. Eso se hace. Se han arrinconado los clásicos, nos los dieron como gordura en las escuelas; terminamos saturados; no los recomendamos, no los leemos. Ahí radica el principio del mal de la lectura. El mal de lectura: ese es el mal de nuestra época.
Volver a leer –volver a hacer leer también— sería volver a tener esperanza en la vida, y no la vida tal como la conocemos, sino la vida con sueño y con esperanza, la vida con otras historias. La venta de la cultura no es sólo la expedición de libros, tickets, discos, cuadros, etcétera, sino que es el entramado que acerca al ciudadano al conocimiento de lo que otros hacen para que la humanidad avance por la vía de la discusión y el disfrute. Si no somos capaces de contar esto no vendemos ni una escoba.
El olor de los libros no es suficiente: hay que grabarse la letra: para conocerla, para discutirla, para tararearla… La banalidad en la que ha caído la lectura afecta también a la memoria; y, por tanto, a las relaciones, a la manera de vernos unos a otros, de juntarnos y también de separarnos.
Se vive después de haber leído; no hay ninguna batalla o ningún acontecimiento histórico o humano, grande o pequeño, que no tenga antes que nada su correlato en letra impresa; puede ser también relatarse en otros medios, o con otros medios, pero lo primero que convoca cualquier cosa que tenga trascendencia para nosotros es escribirlo, verlo escrito. Los psicólogos de la escritura creen que ésta pone en orden a la gente; las ideas circulan mejor por la vía de la mano. Juan Carlos Onetti, el escritor uruguayo, decía que nadie puede hacer ninguna maldad si está leyendo: con una mano sola no se puede disparar bien, decía. Y con la mano libre de la lectura sólo puede hacer uno cosas placenteras con su propio cuerpo. Menos matar.
Todos los otros instrumentos de la cultura –las artes plásticas, incluidos el cine y la televisión, la música, el teatro…— subsisten como tales elementos de cultura gracias a que existe el soporte de los libros o de la escritura, donde queda constancia de las invenciones de la imaginación artística o humana. La película puede llevarnos al libro, pero el libro contiene aún más películas; la película puede ser mejor que el libro, pero en el libro está la película… Recuerden el famoso chiste de la cabra que consumía celuloide. Le dice la otra cabra: “Me gustó más el libro”.
Así que el elemento que más importa en lo que podríamos llamar la venta de la cultura es el libro, su difusión, su venta, su lectura. De cómo una sociedad recibe el libro depende su grado de civilización. De modo que lo que nos debe preocupar, en España y en el mundo, es cómo estamos vendiendo los libros para saber cómo nos estamos comportando con respecto a la cultura en términos generales.