He terminado de leer La librería de los escritores. Libro primorosamente editado en soporte papel por La Central y Sexto Piso.
Libro que en otro soporte, en este caso, no sería lo mismo por las imágenes que incluye y el cómo viven entrecruzadas con el texto.
Detrás de la experiencia que en el libro se cuenta, la apertura de una librería por un grupo de escritores tras la Revolución de Octubre, me quedo con el eco de una de las funciones claves de la librería: el espacio conversacional. La conversación es, además, lo que acaba creando la comunidad de lectores que es uno de los objetivos que toda librería debería de tener.
«Había muchos que simplemente venían para hablar -de filosofía, de literatura, de arte-. Por la tarde, nuestra Librería más bien parecía un club adonde científicos, literatos y artistas acudían para verse, para conversar, para aliviar el alma del prosaísmo de la vida cotidiana de aquel entonces. Y el cliente ocasional, el que entraba atraído por el rótulo, escuchaba con asombro a alguno de los empleados conversar con los compradores de elevados temas filosóficos, de literatura occidental o de sutiles cuestiones de arte mientras seguía haciendo su trabajo: empaquetando libros, escribiendo facturas, desempolvando los estantes, añadiendo leña a la estufa. El único tema que no se tocaba era la política, pero no por miedo, sino porque nuestro objetivo principal era, justamente, distanciarnos de la política; en nosotros había un deseo explícito de mantenernos en la esfera de los intereses culturales» (32-33).
Ahora las librerías pueden, además de ofrecer su espacio físico que es donde pueden empezar a generarse las conversaciones otros medios y posibilidades para seguir las mismas, aunque aún son todavía pocas las que lo intentan.