Cuando yo era niño, y tenía por costumbre hacerme brechas en las cejas al andar gateando por la cocina y chocarme con distintas esquinas, existía en casa de mis padres calefación de carbón y nevera de barra de hielo. Recuerdo perfectamente dónde estaban ambas situadas.
Existía también carbonera, pequeña, en la cocina, que posteriormente se convirtió en armario de juguetes, y carbonero, cercano, en la calle Dr. Areilza entre Alda. Urquijo y Lcdo. Poza que nos surtía de carbón.
Lo habia de distintas calidades y tras la puerta azul de la ‘tienda’ casi lo único que reinaba era la negrura y la figura de Luis.
Fuera en la calle estaba siempre aparcado un pequeño camión con el que realizaba sus repartos.
La calefación de carbón de casa desapareció antes que la carbonería que también, con el tiempo, pasó a mejor vida.
A él le he seguido viendo con cierta frecuencia. Es de las pocas, diría que casi la única, que me sigue llamando Josetxu. Siempre que me cruzo con él, ya jubilado hace mucho tiempo, surge el saludo y el recuerdo a veces con añoranza de tiempos pasados.
Hoy mientras hacía cola para coger el bastante habitual pollo de los domingos en la calle Egaña se me ha acercado y me ha dicho que estaba feliz.
Había celebrado ayer con toda su familia las bodas de oro. Me ha contado la celebración que ayer tuvieron, las entradas que la sobrina que trabaja en el Teatro Real le ha regalado para la Ópera y… me decía ¡Todavía hoy estoy emocionado!
¿Por qué nos llegan estas ‘cuitas’ comunicacionales afectivas?
¿Por qué cuando menos nos lo esperamos la comunicación cambia su chip y su nivel?
Preguntas con difícil respuesta que dudo además sea única para todas las situaciones.
Personas, historias, situaciones, expectativas, necesidades, ilusiones hacen de cada momento una situación casi única e individual que probablemente en otro momento no se hubiera producido.
Me quedo con su felicidad que, además, iba pregonando y disfrutando.