Han vuelto a casa.
Los papeles, la ropa, las fotos, los objetos…Todo está para ellas impregnado del recuerdo del ausente-presente.
Él quería que la caña de pescar fuera para el nieto y así será
Dicen que el tiempo lo cura todo. Quizás lo resitúe.
No hay por qué curar lo vivido. Hay que, en todo caso, darse tiempo, cada uno el suyo, para hacerlo nuestro, mío…
El duelo se vive en soledad. No es sólo cuestión de dolor y pena. La agresividad, la cólera y la rabia también intervienen en la reunión. Nos cuesta admitirlo: se supone que los muertos y los bebés sólo despiertan en nosotros tiernos sentimientos, sentimientos de respeto, de rigor. Cualquier exceso es repudiado. ¡Vaya mentira! La psique es mucho más compleja que eso. Está hecha de movimientos imprecisos, de tormentos y virajes incesantes, nunca es lisa, pura, unívoca. En torno a la muerte y al
nacimiento (la enfermedad, el reencuentro, la separación amorosa, etc.), los sentimientos se apretujan en un torbellino con tal ímpetu que nos hacen perder el equilibrio y somos impelidos por su potencia y su desorden. Son momentos de intensa renovación interior. Nos llevan a explorar caminos jamás recorridos, a abrirnos paso por sendas oscuras, a atrevernos a vencer obstáculos que parecían imposibles de afrontar. Nos conducen más allá de nosotros mismos. Cuando alguien se queda huérfano, incluso en edad avanzada, está obligado a cambiar de manera de pensar. Se habla del trabajo del duelo, podríamos decir también rito de paso, metamorfosis. Las aristas de los primeros dolores van perdiendo su aguzado filo, el embotamiento y las protestas dan paso a una gradual aceptación de la realidad. La pesadumbre va cediendo. Se alterna con momentos de vacío, de ausencia, de agitación. Luego fluye una tristeza impregnada de dulzura. Una pena llena de ternura envuelve la imagen del ausente. El muerto ha anidado en nosotros. Este lento avanzar carece de atajos. No hay escapatoria. La muerte pertenece a la vida, la vida abarca la muerte. (Lydia Flem; Cómo vacié la casa de mis padres; pag. 139-141)
Nuestra cultura tan cartesiana, tan: ‘sólo lo que vemos es’, tan poco acostumbrada a integrar en lo cotidiano la energía, el alma, el espíritu. Cuello rígido, mandíbulas apretadas; ignorantes y desorientados en un mundo que queremos abarcar y se nos escapa. Todo dura para siempre, mejor: todo es desde siempre, lo dijo un gran sabio en cuyo pensamiento se basan nuestras creencias: ni se crea ni se destruye, se transforma. A nosotros nos toca adaptarnos a los cambios. Abrazos.