La tiranía del exceso y la concentración
Pensemos por un momento que somos parte de ese 50% de la población que dice leer con cierta asiduidad, aunque ésta, en algunas ocasiones, sea sólo la de un ratito al trimestre.
Démonos una vuelta por cualquier librería y observemos, en la mayoría de los casos, qué es lo que atrae nuestra mirada, qué es lo que podemos ver, cuántos títulos de esos casi 346.000 como mínimo que se declaran “vivos en catálogo” podemos encontrar habitualmente expuestos.
Nuestra elección, aunque no seamos conscientes de ello, viene claramente mediatizada por lo aparente, lo que se nos muestra, que en muchas ocasiones oculta o dificulta la visibilidad de otras obras y títulos tal vez de no menor interés.
En un reciente artículo, el escritor Fernando Aramburu afirmaba que “poco puede en apariencia hacer un escritor, con el solo ejercicio de la palabra escrita, para introducir cambios y mejoras en la realidad; pero en su mano está, no obstante, analizarla y reproducirla en sus libros, dejando de ella su testimonio particular”. Ése es el primer paso de todo un proceso, pero ¿llegará esa palabra escrita y reproducida en libros al lector, o quedará tapada por otras palabras con más influencia?, ¿llegan todas las palabras y voces en igualdad de condiciones?, ¿es posible o sería deseable que todas tuvieran la misma posibilidad de estar al alcance del lector para que sea él quien decide cuál escoge y selecciona? Parece que esto sería lo deseable.
¿Se ha parado usted a pensar alguna vez cuál es el recorrido de un libro hasta situarse ante de sus ojos? Los libros no “nacen” ni “florecen” por generación espontánea en las librerías, como si de un bosque autóctono y salvaje se tratara. Hay manos y cabezas, editores, distribuidores, comerciales, libreros… que se ocupan y preocupan, y no de manera ingenua —el dinero y el poder siempre juegan— de realizar un proceso de selección que, obviamente bajo criterios siempre arriesgados, ponga a disposición del lector una oferta avalada por la profesionalidad de quienes, de una u otra forma, intervienen en ese proceso de selección, pero también hay profesionales que —de manera igualmente carente de ingenuidad— ponen en juego estrategias tendentes al ocultamiento y desbordamiento de libros, de forma que, al final, la selección última por parte del lector se ve extraordinariamente dificultada y, por tanto, expuesta a maniobras publicitarias y comunicativas sólo al alcance de los económicamente más poderosos.
El Plan Vasco de la Cultura señala, en relación al asunto que nos traemos entre manos, algunas acertadas llamadas de atención francamente interesantes, como la verticalización en la cadena de valor o, dicho de otra manera, la concentración de poder de grupos empresariales sobre editoriales, distribución y puntos de venta, fenómeno fuertemente arraigado en el sector del libro, tanto entre empresas del ámbito de la CAPV como del resto del Estado. En el eslabón de las librerías, la tendencia general parece también clara: las librerías pequeñas pueden quedar a expensas de las librerías en cadena, auténticas gestoras de la demanda. Nos hemos acostumbrado ya a las grandes pilas de libros (en palets o expositores específicos, tanto da) que se imponen a la variedad de las mesas de novedades, que pasan automáticamente a un segundo plano: ese fenómeno es algo más que un esfuerzo comercial suplementario; configura un tipo de demanda mayoritaria que, a su vez, define una determinada filosofía editorial y de distribución.
Así de sencillo. Así de grave.
Lo que estos procesos de concentración tienden a eliminar es la propia noción de rentabilidad a escala cultural, para centrarla únicamente en el terreno económico, supeditando la deseable recuperación y rentabilización de la inversión a la lógica de la acumulación y de la pugna por el liderazgo económico y estructural. Obviamente, todos los agentes de la cadena del libro operan en el terreno de la industria cultural, y, por tanto, en el de la economía de rentabilidad, pero no todos lo hacen de la misma manera: hay industriales que defienden su propia independencia y la del conjunto del tejido del sector, por entender la diversidad como un bien cultural y económicamente deseable, y los hay que consagran la mayor parte de sus esfuerzos a las maniobras de concentración, persuadidos de las bondades de un sistema abocado, en mayor o menor medida, al oligopolio. El lector es, generalmente, ajeno a esta pugna de filosofías industrial-culturales, pero, objetivamente, sus posibilidades de elección vienen mediatizadas por ella.
Llegados a este punto, merece la pena que detengamos esta mirada panorámica sobre una especificidad de la industria del libro en euskera que, en apariencia, contradice lo hasta ahora afirmado acerca de la tendencia a la concentración: J.M. Torrealdai viene señalando repetidamente en sus estudios lo que califica de excesiva atomización de la industria editorial en lengua vasca, al menos en el eslabón editorial. Es radicalmente cierto que el número de editores en euskera es excesivo, pero también lo es que la concentración de la producción sigue las pautas de la producción editorial en el resto del Estado. Sea como fuere, y dadas las peculiaridades de esta parte de la industria editorial vasca, el tema merece una reflexión específica que nos comprometemos a hacer y publicar en un artículo posterior.
El ya mencionado Plan Vasco de la Cultura indica también que “el sector es cautivo de las empresas distribuidoras” y que “un sector cultural digno de ese nombre, y el sector del libro lo es, implica una estructura de producción, distribución y difusión bien distinta a la que hoy disponemos”, ya que la distribución es el déficit mayor de las industrias culturales vascas.
Quizás haya llegado el momento de tomar cartas en el asunto con seriedad en el sector del libro, si queremos que tanto las librerías como la creación y edición independiente y, por supuesto, los lectores disfruten de los canales más adecuados de distribución y difusión tanto internos como externos que permitan acceder, no a la mayor cantidad de oferta, sino a la oferta más plural, creativa y de calidad, independientemente del tamaño del catálogo del editor y de la librería que expone su producto.
Ello sólo es posible mediante una apuesta de distribución independiente de los grandes grupos editoriales de aquí y de allende nuestras fronteras, con una marcada sensibilidad plurilingüe, con un oferta de calidad y variada, muy profesional y profesionalizada, innovadora y respetuosa con las apuestas de los editores y los libreros y que intente, desde su visión global del sector, ofrecer criterios de racionalización de la producción editorial.
Estos aspectos, en apariencia tan pragmáticos, a medio plazo no tendrán sólo repercusión sobre el buen funcionamiento industrial del sector, sino también, y sobre todo, en lo que tiene relación con su valor simbólico como industria cultural referente. Un sector que quiera darse a conocer y que quiera atraer la producción cultural de valor encontrará su mejor tarjeta de presentación en su eficacia y en su independencia.
En fechas recientes, el responsable, de una importante editorial gallega escribía: “Hoy el dilema ya no está entre leer o no leer, la apuesta de futuro es leer para comprender de forma crítica el mundo con las palabras de los otros”. Pero para que ello sea posible es necesario que las palabras lleguen y sean ofrecidas con suficiente visibilidad, que los mediadores del mercado no ejerzan censura ni impidan que esas palabras se escuchen.
Se empieza por no llegar a la visibilidad, y se termina por no crear.
Ése es el peligro.
Pero todavía hay tiempo para alternativas.